El día que el tambo dice “basta”

En San Antonio, visitamos una explotación que cerró hace unos días. Una historia que encuentra el límite con el desastre climático, pero sobre todo con la falta de obras en la principal cuenca lechera. La familia Enrico y las sensaciones en medio de tanta decidia y con un amplio margen de falta de respuestas políticas.


Por Elida Thiery – Pasó la lluvia y quedó el agua. Los campos así lo muestran, con el colapso de las napas, con los canales rebalsados y la repitencia de fenómenos que nunca lograron una reacción concreta en obras.
Eso es lo que resuena en cada charla entre productores, entre vecinos, lo que a simple vista se refleja.
Tomamos la Ruta Provincial 70 hacia el oeste, esa que hace unos años el propio Antonio Bonfatti prometía repavimentar para que no haya víctimas viales y que sigue igual o peor que todos los ingresos a los pueblos, a sus lados. Sorteando los baches, sobre cada margen el agua custodia campos de maíz, algunos de soja y todos los ingresos a los campos. Son pocos kilómetros hasta Colonia Castellanos, el distrito que comparte a su comunidad con San Antonio. Allí hacia el sur nos espera un tractor, el más aguerrido que tiene Ricardo Enrico, que con un carro nos llevará por cinco kilómetros a puro barro y agua por los caminos que debieran al menos estar arenados desde hace mucho tiempo, para que la recolección de leche sea normal.
En un banco improvisado, agarrados bien fuerte la travesía empieza a mostrar desde los patos instalados como fauna habitual, hasta lagunas de hectáreas, incluyendo lotes de maíz resecos y podridos, que se llevaron la inversión y el trabajo de lo último de 2016.
Martín Enrico va serio mirando alrededor mientras Luciana, la pareja de Ricardo trata de trasladar el significado de tanto esfuerzo perdido, mientras mezclamos historias de vida cruzadas, siempre con el condimento de una expectativa positiva hacia adelante.
El tractor anda sereno en medio de tanto líquido, como si ese trayecto más apacible mejorara el ingreso al campo, cuando ya se ve el tambo, el corral vacío y la casa que se llenó de agua.
Los eucaliptos se erigen en un lago, donde en otro momento estaba la guachera y las reservas de alimentos. La casa que se había hecho para el tambero tiempo atrás sigue cerrada, desde el año pasado cuando el temporal hizo abandonar a este empleado. El alteo de la sala de ordeño, que desde 2006 fue modelo para la empresa Omega, sirvió para poder bajar y a pura bota de goma recorrer lo posible. Con la fosa inundada, las máquinas están a salvo, ocho bajadas y equipos de frío que esperarán a ser puestos en marcha en otro momento, quizá probados cuando vuelva la energía eléctrica, por la línea que llegó recién a ese campo en 1987.
En esta isla nos recibe una completa y simpática familia de gatos, que serán nuestros escoltas en esta estancia cubierta de tristeza en el campo. Quedaron algunos chanchos, uno de ellos ya muy flaco y el perro del tambo que sigue custodiando.
Solo están ahí los terneros que nacieron después de la inundación, sólo una vaca alimenta a su hijo y a los gemelos que tienen al cuerpo de su mamá que no pudo con el stress del agua tendido en el piso sin vida desde hace unos días. El galpón inundado resguarda a las herramientas y al tractor que se mojó en abril pasado, junto al corral y desde allí en la odisea del lodo profundo y cubierto de agua llegamos hasta la casa. De allí tuvo que ser rescatada la mamá de Ricardo y de Martín, que con toda la vida entre tambos y campos, ahora espera en el pueblo, en la casa de su hija María Elena, sin siquiera imaginar las postales de su hogar desde hace más de 40 años, porque a ella la evacuaron ni bien empezaba a subir el agua.
Después de revisar las instalaciones, en una actividad que hacen cada dos o tres días, tomamos un tiempo para charlar en medio de tanto sol y viento caliente que agobia aún más.

Dejar todo


La tradición del tambo se hereda del abuelo y fue en 1975 que la familia Enrico se instala en ese lugar de San Antonio para ocuparse de la explotación. Según Ricardo, además de gustarle, “es lo único que sé hacer” dice orgulloso en medio de un suspiro que lo hace esperar que baje el agua y vuelva a poder trabajar las 28 hectáreas que tiene cada uno de los tres hermanos y las 25 hectáreas de una tía, que hacían del trabajo una manera de vivir, a la que sumaban 16 hectáreas más a dos kilómetros de distancia, todo destinado a la ganadería. Aunque en 2016 se aventuró a cien hectáreas de sorgo a porcentaje y 40 de soja, la agricultura no resultó porque “el agua nos hizo perder todo”.
Ricardo lo dice con tranquilidad y augurando que el tiempo pase lo más rápido posible, “tengo la ilusión de volver” comenta con tanta expectativa como el orden con el que trabajó en todos estos años, pagando todo sin créditos, sin deudas al momento y conservando toda la maquinaria, aunque ya sin animales.
Por eso la decisión de cerrar el tambo se dio de golpe, tanto como llegó el agua, sin demasiado cálculo de por medio. “En un momento no supe dónde poner los animales, algunos se morían. Vinieron a ayudarme y los saqué a la ruta y terminé llevándolos a todos al frigorífico”. Ese arreo de varios kilómetros por agua, que incluyó tener un trecho también por el asfalto de la 70 terminó en cuatro camiones-jaula con las ubres chorreando rumbo a una feria sobre la hora en La Francia, donde encontraron su destino 99 vacas y un toro. “Siempre me gustó ir mejorando, inseminar, cuidar el tambo modelo desde 2006. En 118 hectáreas llegué a tener casi 600 animales y ordeñé hasta 2.500 litros en un momento. Más no me daba por el tamaño del campo, pero me guardaba las vaquillonas y a los novillitos los vendía, casi unas dos jaulas por año”, pero el clima manda.
En abril pasado tuvo que secar 150 vacas de tambo, después de varias semanas de esperarlas en un camino de campo a donde las iban a ordeñar y sacaban sólo 200 litros. El balance se llevaba a 90 terneros y vacas ahogados en ese momento.
Más de cuatro décadas de socio en la Cooperativa La Argentina comenzaron a ver su final. El 24 de diciembre la lluvia le cubrió 40 hectáreas con agua pero parecía no ser tan grave, “parecía que se iba el agua, pero el 1º de enero cayeron 80 milímetros, esa noche 160 más y ya con eso no había alternativa. No tenía donde poner los animales que estaban todos con el agua en la panza. Se murieron cuatro o cinco y las saqué enseguida”. Pero la cuenta fue tremenda, de los 25 mil pesos que valía cada animal, con suerte pudo conseguir unos siete mil.
También perdió 30 mil kilos de trigo que tenía como reserva de una cosecha fina que fue buena, pero no resultó para la proyección.

Para adelante

Ricardo y Martín están en la nada, tratando de encontrar una salida. Para el hermano mayor el destino no está claro. “Tengo la primaria hecha y otra más que el campo no se hacer, por eso conseguir otro trabajo lo veo muy difícil”.
En medio de la emoción, si pudiera imaginar una solución para tanta pérdida se anima a decir que “a lo mejor toda esta agua a lo mejor en tres o cuatro meses se va a ir, pero si no hacen una obra sobre el Vila-Cululú, que es el canal que está a un kilómetro de esta casa, que ahora lo alargaron 29 kilómetros más, agregándole casi 90 mil hectáreas, terminando todo en el mismo lugar que antes, en un puente de cuatro metros por donde tiene que pasar toda el agua de cien mil hectáreas, no se va a resolver nada. Esto es un bajo donde se acumula todo, desde Santa Clara está el nivel y se desparrama todo”.
Sabiendo lo que dice es concreto, “yo no quiero un préstamo, no tengo como pagarlo y por eso nunca saqué nada porque si me pasaba esto con deuda no iba a tener como pagarlo. Nunca me gustó trabajar así, acumulando deudas. Hasta ahora trabajaba bien, pero lo único que necesito es que hagan las obras”.
Sin haber tenido nunca agua en el campo, sin precedentes con estos dos episodios climáticos, el pedido es claro, esta gente quiere volver a trabajar.
Del compromiso de quienes toman decisiones y deben accionar depende esto, no sólo en este ejemplo, sino para toda la región, que acumula ya cinco años consecutivos de anegamientos.
Con los pies en el agua y el barro, lo visto hace que sobren las palabras.
Decidimos volver, aventurarnos otra vez hasta el tractor y el carro. Salir despacio del campo, ver como el atardecer cubre ese momento y probar otro camino para el regreso, sin la intención de romper más el recorrido.
Mientras, 30 terneras se alimentan en el patio de la casa de su hermana y otros 12 que los tiene un vecino en la Colonia, siendo esa la única alternativa que tiene para volver a empezar, si en algún momento se puede. En el pueblo su madre aguarda por noticias que no son alentadoras.
El resultado de la última carneada que se hizo congrega a esta familia mientras el recuento de lo visto ese día vuelve a hacerlos reflexionar, sin alternativas a mano que dependan de ellos.
El agua en el camino platea el horizonte en el regreso a Rafaela, la tristeza es contagiosa, la desazón mucho más.
Seguimos esperando contar historias mejores, casos de éxito, resultados positivos en una lechería que no puede levantarse, por uno u otro motivo. Se hace imposible eludir de las ideas a la política nociva, y la del oportunismo en todo esto.
El sol y el calor no lo pueden solucionar, sólo se necesitan máquinas trabajando, como para que ese volver a empezar que se aguarda tenga sustento. A partir de eso se podrá repensar al sector y todas sus otras necesidades, pero eso queda para otro capítulo y nuevos amaneceres, más calmos.

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