En San Juan se inició el camino de este cultivo en nuestro país, de este fruto seco que cautiva como snack, pero también en la gastronomía. Pisté la empresa familiar que estrena nave industrial nos recibió en la capital de esa provincia.
Por Elida Thiery (Agrofy News) - Dentro de una cáscara particular que se presenta levemente abierta, para separarla y descubrir un fruto seco de color verde llamativo, se encuentran vitaminas A, D, B6, B12, hierro, magnesio y calcio. Un snack único, un sabor inigualable, el pistacho encanta y así simplemente se transformó en un producto argentino desde no hace tantos años.
Originario de la amplia región que marcan el mar Negro y el Caspio, tuvo en la revolución iraní el desembarco en nuestro país.
En la ciudad de San Juan, frente a una nave industrial que se está terminando de acomodar, nos reciben Marcelo, Soledad y Maximiliano Ighani, un padre orgulloso con sus dos hijos, que saben mucho de la aventura de emprender en Argentina.
A partir de un viaje de capacitación organizado por el Círculo Argentino de Periodistas Agrarios, con el apoyo del Ministerio de Agricultura de la Nación y de la Producción de esa provincia, conocimos la historia de esta familia de origen iraní remonta su vínculo con estas tierras a la década del ´70.
Fueron cuatro hermanos los que llegaron desde Irán para estudiar en la Argentina, en 1969. Marcelo había elegido la arquitectura y el resto distintas ingenierías. La intención era trabajar unos años y volver, pero en 1979 comenzaron los movimientos que terminaron derrocando al sha Mohammad Reza Pahleví, instaurando la república islámica que sigue vigente. Fue así que los Ighani, que tenían buena posición en ese país, debieron huir y definieron radicarse aquí.
“Mi abuelo llegó en el año 1980, mientras mi papá estaba terminando de estudiar. El se hizo bodeguero y con el vino de mesa no acertaban en los negocios. Pero el clima de San Juan era el mismo que el de Irán, donde ellos vivían en un valle precordillerano se producía pistacho y fue así que decidieron hacerse mandar unas semillas crudas y probar el cultivo”.
Maximiliano cuenta que con la germinación lograron 200 plantas productivas que a principios de los años ´90 comenzaron a dar muy buenos frutos.
Marcelo seguía trabajando con el vino y también en su empresa constructora, pero necesitaba un inversor para hacer crecer el negocio.
En ese momento viajaron a California, donde se produce mucho y muy buen pistacho, trajeron nuevas semillas y se vincularon con la Universidad de Fresno para mejorar el conocimiento y desarrollo.
Una sociedad que no funcionó hizo que recién en 1998 Marcelo Ighani vuelva a empezar y plantó sus propios pistachos. Quien fue por otro lado, con más capital creció y hoy es el principal productor nacional.
Sin embargo, “mi viejo es un predicador, un evangelizador del pistacho” dice un hijo orgulloso sobre el verdadero precursor de esta producción afianzada en un San Juan que muestra calidad y buena determinación a la hora de exhibir sus productos, apostando a los sellos de calidad, a pesar de no poder lidiar de buena forma con la faltante de agua para riego y su infraestructura, que llevará ahora a quienes no pudieron invertir a tiempo a tener el corte de suministro por 130 días.
Los Ighani han dado los pasos muy concretamente. Reconocen que todo el proceso productivo e industrial podría estar más mecanizado, sin embargo eso no permitiría dar tanto trabajo. Actualmente tienen a 58 personas empleadas, entre la finca, el vivero y la industria que en los últimos meses los llevó a pasar de un galpón de 400 metros cuadrados al predio actual de nueve hectáreas y una superficie cubierta de cinco mil metros cuadrados.
Todo el proceso
Las
plantaciones actualmente ocupan 90 hectáreas, 40 de ellas están
productivas aportando en 2021 unas 200 toneladas de frutos. Este año
se sumarán 20 más a la fase productiva y el objetivo es llegar a
cien hectáreas propias, mientras que suman 60 más de un socio
estratégico que a la vez es el principal comprador de la producción,
con quien esperan llegar a las 200 hectáreas compartidas en los
próximos años.
Los
pioneros son ellos, pero hay cinco productores activos comercialmente
en el país y todo depende de la naturaleza, porque el pistacho toma
cinco años en comenzar a dar frutos y sólo es la hembra la que los
brinda llegando a unos ocho metros de altura, por lo tanto el manejo
de las plantaciones es la clave para obtener los mejores resultados.
El
fruto que cae de la planta se pierde y la cosecha se hace con una
vibradora. La secuencia es bastante sencilla, porque esas pepitas se
vierten en una máquina que separa las que tienen las cáscaras
abiertas de las que no, a partir de lo cual se siguen diferentes
caminos después de pasar por una secadora, la misma máquina que se
usa para el trigo.
Las
cerradas se envían a Mendoza, a una planta de quebrado de almendras
y luego regresarán con cáscaras y frutos por separado, producto que
se vende a la industria heladera y gastronómica. En tanto, las
cáscaras que no son compostable por su apariencia y condición de
“hueso”, están siendo analizadas para tener una finalidad en
combustión por su alta capacidad calórica.
Las
pepitas abiertas entran en una suerte de cilindro seleccionador, que
permite separarlas por tamaño, chicas, medianas y grandes, lo cual
aportará al valor final del producto.
Todos
se tuestan, con y sin cáscara, para realzar el sabor, pero los más
adecuados para el snack son los salados con cáscara, que después de
ser rociados con sal muera pasan 56 minutos a 130 grados de
temperatura.
Las
ventas se hacen de manera directa a mayoristas, que derivan el
producto a Buenos Aires, pero también en gran proporción a
chocolaterías de Bariloche, mientras que para la exportación las
demandas llegan de Italia, Brasil, Uruguay, Paraguay, Bolivia y
Venezuela, entre otros, comercializándose en cajas de diez kilos, en
dos bolsas de cinco kilos que son envasadas las vacío en atmósfera
controlada con nitrógeno para su mejor conservación.
Sobre
un costo de producción de 1,50 dólares aproximadamente por kilo, la
venta se acerca a los ocho dólares.
Marcelo hace más de cuatro décadas que vive en nuestro país y no deja de sorprenderse con lo que el mismo lamenta que es “la viveza criolla”.
Muchas oportunidades tuvo de ayudar a emprendedores, de enseñarles el oficio y tantas veces vio como esa colaboración se desvanecía por la ambición en el mal sentido de la palabra. De todas maneras, sigue para adelante, porque lo que sabe es trabajar y seguir apostando para que lo que venga sea mejor.
Mientras se da una charla amena, se comparten pistachos en el medio de un galpón que va tomando forma de industria, en algo tan simple está el orgullo y la tradición de una familia.
La historia se mezcla con el sonido de la seleccionadora, pero también con la apertura de las cáscaras que se abren a una experiencia deliciosa, la que demuestra que en nuestro país mucho es posible, sólo es cuestión de intentar y de encontrar las condiciones que simplemente ayuden a avanzar.
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